INICIACIÓN

Conocí a Raskólnikov el verano en que estuve castigado por faltar a clase. Yo era un adolescente y conocerlo me cambió la vida.

Ese año, suspendí las matemáticas, y durante el mes de julio tuve que asistir a una academia de recuperación para presentarme al examen de septiembre. Pensaba que el control de las asistencias sería menos riguroso en una academia durante el verano que en el colegio, y algunos días me fumaba las clases con la seguridad de un hábil prestidigitador que confía en que no le van a pillar el truco: salía de mi casa y volvía a ella a las horas calculadas, puntualmente.

El día en que todo se vino abajo, también llegué a casa a la hora prevista, después de haber estado en los recreativos. “Ya verás tu padre”, fue lo que me soltó mi madre en cuanto entré por la puerta. No me hizo falta más para saber lo que había pasado. El director de la academia había llamado por teléfono. Imploré, lloré, me puse de rodillas, juré que no volvería a pasar, pero que no dijera nada, que fuera un secreto entre nosotros. Esta vez mi madre no se dejó ablandar. Deduje que faltar a las clases era más grave de lo que yo pensaba, y  que quizá mi padre —que nunca había empleado el castigo físico conmigo— me iba a abofetear, además de echarme una gran bronca, seguida del correspondiente sermón.

Estaba equivocado. “Hacerme esto a mí”, fue la única respuesta de mi padre en ese momento, mirándome a los ojos muy fijamente. Luego se fue, y me dejó allí parado, con esa frase revoloteando como un moscardón a mi alrededor. Así que el hecho era grave en sí mismo, pero mucho más grave era “hacérselo” a él, a mi padre. Bajo la superficie de esa frase había un fondo de reproches no dichos: que él era un padre sacrificado, que si tenía dos trabajos era para darle una buena educación a su hijo, y ¿cómo le respondía yo?: con alta traición, burlando su confianza. Y esto me dolió mucho más que las bofetadas que me podría haber dado, mucho más que lo que me tenía preparado.

“No va a salir, está castigado”. Ya estamos en agosto, en la casa de los abuelos, en el pueblo, y es lo que les dice mi padre a mis amigos cuando van a buscarme montados en sus bicis. Yo les oía desde la penumbra de mi habitación, escondido tras la ventana. “Hasta cuándo”, preguntó uno de ellos. Mi padre no contestó y les oí marcharse, haciendo sonar los timbres, compartiendo una alegría que para mí estaba prohibida. Volvieron en los días siguientes. No preguntaban. Se quedaban allí un rato, hacían sonar los timbres y se iban. “Deja salir al chico, ya ha aprendido la lección” eran palabras que se iban alternando en boca de mi madre y de mis abuelos.

Los primeros días de encierro yo arrastraba la pena por la casa, con cara de mártir. Había mucho de sobreactuación, pero no tanto como yo pensaba, era un escudo con el que intentaba protegerme de un dolor sincero. Desde que mi padre me había ofrecido una perspectiva de mi delito en la que yo no había reparado, “hacerme esto a mí”, sentía verdadera tristeza por haberle fallado, por haber perdido su confianza.

Fue entonces, a los cuatro o cinco días, cuando descubrí, entre los libros de autores rusos del abuelo, uno que llamó mi atención. “Crimen y castigo”, se titulaba, y el corazón me dio un vuelco. Pensé que aquello no era casual, que era cosa del destino que aquel libro estuviera justamente allí para que yo lo leyera. Y empecé a leer: “Una tarde extremadamente calurosa de principios de julio, un joven salió de la reducida habitación que tenía alquilada en la callejuela de S y, con paso lento e indeciso, se dirigió al puente K”. Ufff, estaba claro que aquel libro era para mí. Y grandes eran las expectativas: ¿qué crimen, qué castigo?

Lo poco que yo había leído hasta entonces eran las obras de lectura obligatoria que nos mandaban en el colegio, y siempre a regañadientes, con una lectura superficial. Así que, pasados los años, me sigue sorprendiendo que fuera aquel libro el que me atrapara desde el inicio, el que me llevara a meterme en la piel del protagonista, Rodión Románovich Raskólnikov, y comprender su tortura por los remordimientos, y el sentimiento de superioridad que mantenía frente a los otros mortales, hasta que la tozuda realidad le demostraba lo contrario, y aunque mi “crimen” no estaba a la altura del suyo —yo no había matado a una vieja prestamista y a su hermana—, pensaba que el daño que yo le había causado a mi padre era mucho mayor, pues la vieja y su hermana ya no sufrían, y mi padre, en cambio, estaba condenado a desconfiar de su hijo, quizá la relación rota ya para siempre. Además, Raskólnikov pudo redimirse confesando voluntariamente su crimen, sin que existieran pruebas para acusarlo; yo, muy a mi pesar, fui descubierto con pruebas evidentes. Supongo que fue mi depresivo estado de ánimo, el aislamiento, el sentimiento de culpa, más el dramatismo y fantasía propios de la adolescencia lo que me llevó a tan extravagante comparación.

A los diez días, mi padre me levantó el castigo, y ese verano comprendí que la vida es un territorio con muchos caminos, y que dependiendo de por dónde tires, así irás trazando el dibujo del tuyo, unas veces con decisiones conscientes y meditadas; otras, guiado por impulsos, como animalillos, que van de acá para allá sin un plan de futuro. Y también supe —aunque esto no se lo dije a mi padre— que, a veces, a las malas elecciones no solo les siguen malas consecuencias, pues bendito el momento en que elegí faltar a clases de matemáticas, porque fue el camino que me llevó hasta Raskólnikov y a quedarme ya para siempre en el apasionante mundo de la literatura.

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